Un hombre se despierta a
duras penas después de una mala noche en el incómodo asiento de atrás de un
coche. Se despereza torpemente dentro de un saco de dormir y se queja
desentumeciendo sus articulaciones que crujen al perder la forma fetal que el
pequeño habitáculo le obligaba a adoptar.
Es fresca la mañana. En su
oreja resuena la vibración del vuelo de un pequeño mosquito que, horas antes,
no hizo otra cosa que acentuar el malestar del paupérrimo sueño,
haciéndole despertar varias veces y prolongando así el final de una noche que
hubiese preferido más corta. Lo buscó con la mirada hasta verlo sujeto al
cristal de la ventanilla trasera que quedaba detrás de su cabeza. Lo odió de
inmediato al notar su vientre inflamado y enrojecido por su propia sangre, lo
que le hizo acordarse del picazón soportado intermitentemente. Fue corta la
digestión del insecto, ahora es una mancha en la palma del hombre.
Pasaron segundos, quizá
minutos, sin duda afectado todavía por la falta de sueño, hasta que aquel
hombre se descubrió mirando sin parpadeo alguno sus pies descalzos al otro lado
de la improvisada cama, pero en vez de despabilar definitivamente siguió
observando sus extremidades blanquecinas y huesudas mientras movía lentamente
los deditos. Analizando formas, movimientos y detalles cayó en la cuenta de que
nunca se miraba tan detenidamente su propio cuerpo; no obstante ya le había
dedicado tiempo suficiente o eso pensó mientras los cubría con los calcetines
de ayer y se calzaba.
Bajó del coche, terminó de
recomponerse y comenzó a andar en busca de algún sitio para desayunar. Quizá la
única comida que ese día tendría asegurada.
Jandro Güell.
No hay comentarios:
Publicar un comentario