Llegó tarde a la cita programada, no a propósito
sino como reflejo de una mala costumbre en apurar las sobremesas. Detrás del
mostrador de recepción encontró un largo flequillo de mechas rubias, y detrás
del flequillo unos simpáticos ojos azules y sonrisa esmaltada que le daban la
bienvenida. Preguntó por el lugar donde comenzaban las clases de
interpretación. El flequillo se movió con gesto enérgico señalándole la puerta
que quedaba a su espalda y después regresó a su posición primera, ocultando
aquellos iris azulados que rivalizaban con el brillo de los dientes, propios de
galán de telenovela.
Golpeó tres veces demostrando su educación
materna, que cumplía a rajatabla, y sin esperar respuesta asomó la nariz y lo
que le sigue sin llegar a abrir completamente la puerta, denotando cierto
respeto. Todas las miradas se volvieron, incluyendo la de la única persona que
estaba de pie, que resultó ser el director del centro. Un hombre bajito escaso
de pelo y sobrante de peso para su estatura que hablando más con el gesto que
con palabras le invitó a entrar.
Al cruzar la sala observó tímidamente a los
ocupantes de los asientos dispuestos en dos hileras formadas por mesas
agrupadas, divididas a la altura de la puerta, forma obligada por la estructura
alargada del aula. Eligió el lugar vacío que le pareció más oportuno por estar
flanqueado de los pocos varones presentes, haciendo piña entre tanta fémina y
así crear cierta fuerza de género que, pese a su presencia, continuaba siendo
débil. Las mesas estaban plagadas de monitores, torres y teclados que reducían
el espacio para colocar la libreta que llevaba consigo en caso de necesitar
algún dato que recordar; al poco rato apreció que no sería demasiado útil
aquella libreta. Preguntó a su compañero de la derecha por el nombre de aquel
hombrecillo. Este no supo responderle, se limitó a negar con la cabeza sin siquiera mirarle a la cara
directamente. En un principio pensó que por despiste, ya que la timidez y
tartamudeo del encuestado le hicieron sospechar que se trataba de alguien de
cierta lentitud de pensamiento, al tiempo comprobó que era más un aspecto de
falta de memoria infundida quizá por los nervios del primer día. En uno de sus
paseos visuales, tan característicos de aquel muchacho, se cruzó con otra
mirada furtiva agazapada entre los dos ordenadores que tenía enfrente. Era la
de una chica morena de cabellos y piel que lo observaba con una expresión
extraña en sus cejas. Al cruzarse, los dos reaccionaron retirándola
instantáneamente y mostrando cierta vergüenza por el accidente. No obstante le
dedicó unos segundos a repasar su cara por si la conocía de algo y suponiendo
que ella, desde su madriguera, se había percatado antes que él. No recordaba
haberla visto antes pero no pudo dejar de pensar en aquellos ojos o, concretamente,
en la forma con que le miraban. No quiso darle mayor importancia.
Al final del discurso del director, que se resumía
en una enumeración pobre de normas, que jamás se acatarían estrictamente a
pesar de la solemnidad fingida por aquel hombrecillo, se dio paso a la que
sería la profesora en los sucesivos meses. Una mujer gruesa pero femenina, con
carita de muñeca de porcelana acentuada por unos preciosos ojos azul claro y
con un espeso manto de dorados rizos que se derramaban en sus hombros y espalda.
El semblante resultaba agradable, aunque quedaba perfilado por un hábil
movimiento de cejas que destilaba un aire inquisitorio en sus ojos dulces,
tornándolos aguardiente. Claramente ruborizada por la inquietud y el verse
expuesta a una quincena de desconocidos, no dejó que los nervios se apoderara
del movimiento de sus manos ni de la fluidez de su exposición, que llevó a
término con rigidez pero mostrándose cercana.
Para conseguir más participación pidió la ayuda de
un voluntario con ningún resultado. Posiblemente porque la voluntad de los
alumnos estaba supeditada por la inseguridad. Ante tanta pasividad optó por
sacar voluntariamente a uno de los presentes. La elegida resultó ser la chica
de la mirada furtiva, para asombro de su cómplice; más tarde comprendería que
las dos se conocían de antes de aquel día e incluso las unía cierta amistad. En
el fondo la profesora, abusando de su confianza mutua, actuó con prudencia.
Cosa distinta te diría si le preguntabas a la obligada voluntaria; si atendías
a la mueca de sonrisa tensa que portaba, mucha gracia no le hizo. El chico no
pudo evitar volver a fijarse en ella, esta vez a cuerpo entero. Tras breves
segundos pensó que no merecía tanta atención, no obstante algo le resultaba
atrayente, cierta familiaridad. Sin duda había algo en aquella mujer, más allá
de la frontera de lo físico, cargado de una polaridad magnética. Ella hizo una
escueta presentación basada en su nombre, procedencia, formación e inquietudes.
Todos los demás tuvieron que seguir su ejemplo. Protocolo obligado de un
comienzo de curso. Pasadas tres horas, la tarde terminó con dinámicas de grupo
y nada más.
**********
Si alguien entraba en la vivienda lo primero que
encontraba, y a más de uno sobresaltaba, era una ventana abierta de par en par
que te asomaba a una habitación mediana y bien repartida; una mesita caoba
auxiliar en funciones, libros apilados formando una torre de papel y letras, un
armario crujiente al abrirse, una cama pequeña pero cómoda y un escritorio
blanco justo debajo de aquella ventana que hacía pensar más en una recepción
que en un dormitorio. Apoyado en la mesa, devorando el quinto trozo de pizza y
apurando el litro de cerveza, volvió a desconcertarle el recuerdo de aquella
nueva compañera. —¡ A qué vienes ahora!— murmuró casi sin abrir los labios.
Como la postal de Audrey Hepburn desayunando diamantes que se quedó mirando no
le contestaba, parpadeó y continuó con la película que medio ignoraba.
El resto de la casa había que compartirla con una
joven que estudiaba bellas artes lejos de su pueblo; dos italianas estudiantes
de medicina que gozaban de una beca Erasmus con todo lo que ello suponía, es
decir, varios meses de fiestas y borracheras acompañadas de dos meses mal
contados de resaca sepultada por libros y apuntes, recluidas en habitaciones y
bibliotecas que constituían la antesala de exámenes que purgaban excesos y
pecados; una parejita también forastera, ella peluquera, él trabajador
multiusos buscando una oportunidad; y un muchacho alto y desgarbado que suplía
una vacante en un mostrador del consulado británico. Por consecuencia directa
del trabajo y la alegría de sus huéspedes la casa quedaba adornada de ajetreo,
luz y vida que dejaba poco margen para el aburrimiento y en ocasiones te hacía
anhelar algún que otro momento de paz e intimidad. Ese hormigueo de vida no se
adivinaba desde la calle, donde el inmueble mostraba su faz más decadente,
resultante de varios años de abandono, luciendo una tez sepia decorada de
grietas y manchas que honraban su edad con el orgullo de un anciano que no
esconde su arrugas ni su historia. No era extraño llegar cualquier tarde y
encontrar salón, cocina y el largo pasillo invadidos de caras conocidas en
mayor o menor medida, resonando ecos de risas y charlas en las paredes altas y
haciendo que los dos baños se quedaran cortos. Las habitaciones se
desparramaban a lo largo del pasillo, perforándolo con ventanas y puertas
pintadas de colores que hacían pensar en una calle de casitas dispuestas a lo
largo de la acera izquierda, dejando en el margen derecho las ventanas de dos
patios interiores, separados por la cocina y despensa, que alimentaban de
claridad durante todo el día.
Las noches se dilataban con el ajetreo de las
visitas y en ocasiones el insomnio se nutría de largas conversaciones que
navegaban entre corrientes filosóficas, artísticas y cotidianas; por lo que las
mañanas del muchacho quedaban enterradas debajo del edredón, amaneciendo
alrededor del mediodía. Pisando ropa trasnochada, cajas de pizza y retales
del capítulo anterior llegó al baño. No tenía valor para mirarse en el espejo,
no quiso conocerse. Ducha reparadora de neuronas. Tropezó con el bidé al salir
de la bañera, se quejó y maldijo mientras se cepillaba los dientes. —Tengo que
comprar pasta de tres colores— pensó. Almorzó café de rigor con un par de
rebanadas de pan con aceite y ajo, piedra angular del buen andaluz. Los
preparativos para la tarde en clase quedaban para el final, conque no tardó
mucho tiempo en ganarse la fama de impuntual.
Al salir de su inmueble se colocó los auriculares
de su mp4 y se encaminó a paso ligero por los callejones sinuosos que
conformaban, a su parecer, el camino más corto aún no siendo recto. Llegó al aula
hecho una sopa por las prisas y el calor que bañaba la ciudad a las tres de la
tarde. La mirada de reprobación de la profesora consiguió que no levantase la
suya del suelo, dirigiéndose por inercia al pupitre de costumbre al ser de los
pocos libres. No pudo evitar mirar de pasada a la muchacha que lo recibía con
una sonrisa de bienvenida. Se la devolvió con poco entusiasmo y preparó la mesa
con las herramientas necesarias. No le costó coger el ritmo.
Cuando llegó el primer descanso se acercó al grupo que intercambiaba risas y anécdotas, del que ella era miembro. La cosa no derivó más allá de comentarios acerca del hombrecillo que dirigía el centro aderezado con chistes a su costa. Notó que tenerla cerca comenzaba a ponerlo nervioso. De vuelta a la clase retomaron sus posiciones en las trincheras. En mitad de una de las explicaciones que de vez en cuando daban pie a debates más cotidianos, el chico escuchó una voz que le decía —Tienes la manía de poner cosas en vertical—. Miró hacia atrás y allí estaba ella, sentada, apoyada en los antebrazos y sonriéndole mientras arrugaba ligeramente la nariz con un ademán simplemente delicioso. Cuando devolvió la vista a su mesa, contempló que tenía un bolígrafo, un lápiz y la goma rectangular colocados en vertical. Algo turbado, asintió con la cabeza y tartamudeó algo parecido a —Sí, lo hago casi sin darme cuenta—.
Ella le confesó —Siempre me fijo en las manías de la gente. Me resultan curiosas y pienso que son las pequeñas cosas que nos diferencian—.
Se quedó mirándola por más de diez segundos seguidos. Toda una proeza. —Cuáles son las tuyas— preguntó.
Cuando llegó el primer descanso se acercó al grupo que intercambiaba risas y anécdotas, del que ella era miembro. La cosa no derivó más allá de comentarios acerca del hombrecillo que dirigía el centro aderezado con chistes a su costa. Notó que tenerla cerca comenzaba a ponerlo nervioso. De vuelta a la clase retomaron sus posiciones en las trincheras. En mitad de una de las explicaciones que de vez en cuando daban pie a debates más cotidianos, el chico escuchó una voz que le decía —Tienes la manía de poner cosas en vertical—. Miró hacia atrás y allí estaba ella, sentada, apoyada en los antebrazos y sonriéndole mientras arrugaba ligeramente la nariz con un ademán simplemente delicioso. Cuando devolvió la vista a su mesa, contempló que tenía un bolígrafo, un lápiz y la goma rectangular colocados en vertical. Algo turbado, asintió con la cabeza y tartamudeó algo parecido a —Sí, lo hago casi sin darme cuenta—.
Ella le confesó —Siempre me fijo en las manías de la gente. Me resultan curiosas y pienso que son las pequeñas cosas que nos diferencian—.
Se quedó mirándola por más de diez segundos seguidos. Toda una proeza. —Cuáles son las tuyas— preguntó.
—¡Puf!, ¿por dónde empiezo?— y soltó una pequeña
carcajada tan dulce como simpática.
Pasaron algunos días que sumaban semanas cuando,
por mera casualidad, en uno de los trabajos por grupos, quedaron
chico y chica uno junto al otro formando equipo con dos compañeros más. En ese
tiempo la curiosidad no había hecho más que crecer por parte de nuestro amigo,
sin embargo pocas palabras se habían cruzado entre ambos que no fuesen más allá
de la simple educación al saludar y algún comentario disperso en conversaciones
grupales. Los dos mantenían una extraña distancia que ninguno postulaba adrede
pero que sostenían impulsivamente, a lo menos, rota por algún contacto de
tanteo. De cualquier modo allí quedaron para su asombro el uno contra el otro,
sin remedio. Se acabó la tregua.
Difícil saber quién disparó primero, el hecho fue
que una vez iniciado el tiroteo no hubo fuerza en la Tierra que lo detuviese.
Comenzaron de forma sutil, a propósito del ejercicio que tenían programado.
Esto solo fue la grieta que desploma la presa. El torrente de preguntas y
respuestas sobrevino inundando la habitación y ahogando a los demás presentes
hasta formar una burbuja dentro de la pecera en la que únicamente respiraba la
pareja. A cada inquietud le seguía una réplica hasta el punto de pisarse las
palabra. A la hora de la habitual merienda de descanso, la contienda ya no
tenía remedio. Ya no eran curiosidades, se agotaron los capítulos menudos,
pasaron por alto los demasiado insignificantes, al tiempo de sacar temas nuevos
los devoraban sin dejar migajas; se sentían tan cómodos que no se asustaban al
lanzar bromas que, para asombro del uno, tenían devuelta con propina por parte
del otro. Las miradas de soslayo de quienes los rodeaban, tan asombrados como
ellos mismos, se paseaban merodeando las dos sillas que soportaban los
retortijones de entusiasmo de dos criaturas que a esas horas ya parecía que
hubieran compartido infancia. Al volver ninguno evitó sentarse junto al otro
mientras se forzaban a no interrumpir la lección, a excepción de alguna que
otra intromisión en el cuaderno vecino. Cuando se terminaban de apurar los
minutos de aquella tarde, por un gesto impetuoso que no recordaba haber tenido
nunca, sin petición ni permiso, el hasta entonces tímido muchacho anotó su
número de móvil en el margen derecho de la libreta de ella, añadiendo con
palabras —por si alguna vez estás aburrida—. Procuró aparentar decisión y no
investir el gesto de mayor importancia que la natural. Notó un pinchazo en la
nuca cuando segundos después ella copió el suyo en su papel. El escalofrío
siguiente no podía reflejarlo la noche más fría del ártico. Tras la orden de la
profesora recogieron sus cosas. Se cruzaban miradas y sonrisas pero lo extraño
es que se quedaron mudos de repente, por arte de magia, como si se les hubiera
agotado la munición de palabras.
Ya en la puerta del edificio, el chico disimulaba la euforia que tiritaba en su cuerpo charlando con uno de los compañeros. Se despedía de los otros cuando un jarro de agua fría le anegó el estómago al ver que la muchacha de pelo moreno y rebelde subía de copiloto al coche que hacía guardia en la puerta de la academia. Observó que el conductor era masculino, en ese momento recordó que en la presentación individual acontecida en los primeros días había mencionado que tenía novio, aunque por aquel entonces no le dio mayor importancia. Notó que su rostro se vestía de desilusión para después disfrazarse de sonrisa estúpida por temor a que alguien, incluyéndola a ella, se diese cuenta. Antes de girarse para volver a casa, cazó la última mirada que aquella chica le dedicó antes de desaparecer en el interior del coche.
Ya en la puerta del edificio, el chico disimulaba la euforia que tiritaba en su cuerpo charlando con uno de los compañeros. Se despedía de los otros cuando un jarro de agua fría le anegó el estómago al ver que la muchacha de pelo moreno y rebelde subía de copiloto al coche que hacía guardia en la puerta de la academia. Observó que el conductor era masculino, en ese momento recordó que en la presentación individual acontecida en los primeros días había mencionado que tenía novio, aunque por aquel entonces no le dio mayor importancia. Notó que su rostro se vestía de desilusión para después disfrazarse de sonrisa estúpida por temor a que alguien, incluyéndola a ella, se diese cuenta. Antes de girarse para volver a casa, cazó la última mirada que aquella chica le dedicó antes de desaparecer en el interior del coche.
En el trayecto de vuelta a casa fue arrastrando
una piedra de mármol que llevaba gravada la palabra desilusión. No llegaba a
entender qué había sucedido aquella tarde. ¿Acaso se hizo alguna esperanza
absurda y oculta? El día anterior
aquella personita no era nadie para él y en unas horas se había transformado en
su único pensamiento. A cada paso que daba, aquella frustración se fue tornando
en disgusto consigo mismo. Denostaba su reacción con su colección favorita de
insultos, el que más repitió fue imbécil. No entendía siquiera por qué se
decepcionó tanto al ver aquella última postal. Antes de meter la llave en el
ojo de la cerradura que habría el portal de su casa llegó a la determinación de
no volver a pensar en esa mujer como algo más que una compañera, jurándose a sí
mismo no caer en errores parecidos en el futuro. Fue el ultimátum que le
facilitó conciliar el sueño al final de la noche. Una vez más se mintió a si
mismo.
Jandro Güell.