4 de septiembre de 2015

Relato


Llegó tarde a la cita programada, no a propósito sino como reflejo de una mala costumbre en apurar las sobremesas. Detrás del mostrador de recepción encontró un largo flequillo de mechas rubias, y detrás del flequillo unos simpáticos ojos azules y sonrisa esmaltada que le daban la bienvenida. Preguntó por el lugar donde comenzaban las clases de interpretación. El flequillo se movió con gesto enérgico señalándole la puerta que quedaba a su espalda y después regresó a su posición primera, ocultando aquellos iris azulados que rivalizaban con el brillo de los dientes, propios de galán de telenovela.

Golpeó tres veces demostrando su educación materna, que cumplía a rajatabla, y sin esperar respuesta asomó la nariz y lo que le sigue sin llegar a abrir completamente la puerta, denotando cierto respeto. Todas las miradas se volvieron, incluyendo la de la única persona que estaba de pie, que resultó ser el director del centro. Un hombre bajito escaso de pelo y sobrante de peso para su estatura que hablando más con el gesto que con palabras le invitó a entrar.

Al cruzar la sala observó tímidamente a los ocupantes de los asientos dispuestos en dos hileras formadas por mesas agrupadas, divididas a la altura de la puerta, forma obligada por la estructura alargada del aula. Eligió el lugar vacío que le pareció más oportuno por estar flanqueado de los pocos varones presentes, haciendo piña entre tanta fémina y así crear cierta fuerza de género que, pese a su presencia, continuaba siendo débil. Las mesas estaban plagadas de monitores, torres y teclados que reducían el espacio para colocar la libreta que llevaba consigo en caso de necesitar algún dato que recordar; al poco rato apreció que no sería demasiado útil aquella libreta. Preguntó a su compañero de la derecha por el nombre de aquel hombrecillo. Este no supo responderle, se limitó a  negar con la cabeza sin siquiera mirarle a la cara directamente. En un principio pensó que por despiste, ya que la timidez y tartamudeo del encuestado le hicieron sospechar que se trataba de alguien de cierta lentitud de pensamiento, al tiempo comprobó que era más un aspecto de falta de memoria infundida quizá por los nervios del primer día. En uno de sus paseos visuales, tan característicos de aquel muchacho, se cruzó con otra mirada furtiva agazapada entre los dos ordenadores que tenía enfrente. Era la de una chica morena de cabellos y piel que lo observaba con una expresión extraña en sus cejas. Al cruzarse, los dos reaccionaron retirándola instantáneamente y mostrando cierta vergüenza por el accidente. No obstante le dedicó unos segundos a repasar su cara por si la conocía de algo y suponiendo que ella, desde su madriguera, se había percatado antes que él. No recordaba haberla visto antes pero no pudo dejar de pensar en aquellos ojos o, concretamente, en la forma con que le miraban. No quiso darle mayor importancia.

Al final del discurso del director, que se resumía en una enumeración pobre de normas, que jamás se acatarían estrictamente a pesar de la solemnidad fingida por aquel hombrecillo, se dio paso a la que sería la profesora en los sucesivos meses. Una mujer gruesa pero femenina, con carita de muñeca de porcelana acentuada por unos preciosos ojos azul claro y con un espeso manto de dorados rizos que se derramaban en sus hombros y espalda. El semblante resultaba agradable, aunque quedaba perfilado por un hábil movimiento de cejas que destilaba un aire inquisitorio en sus ojos dulces, tornándolos aguardiente. Claramente ruborizada por la inquietud y el verse expuesta a una quincena de desconocidos, no dejó que los nervios se apoderara del movimiento de sus manos ni de la fluidez de su exposición, que llevó a término con rigidez pero mostrándose cercana.

Para conseguir más participación pidió la ayuda de un voluntario con ningún resultado. Posiblemente porque la voluntad de los alumnos estaba supeditada por la inseguridad. Ante tanta pasividad optó por sacar voluntariamente a uno de los presentes. La elegida resultó ser la chica de la mirada furtiva, para asombro de su cómplice; más tarde comprendería que las dos se conocían de antes de aquel día e incluso las unía cierta amistad. En el fondo la profesora, abusando de su confianza mutua, actuó con prudencia. Cosa distinta te diría si le preguntabas a la obligada voluntaria; si atendías a la mueca de sonrisa tensa que portaba, mucha gracia no le hizo. El chico no pudo evitar volver a fijarse en ella, esta vez a cuerpo entero. Tras breves segundos pensó que no merecía tanta atención, no obstante algo le resultaba atrayente, cierta familiaridad. Sin duda había algo en aquella mujer, más allá de la frontera de lo físico, cargado de una polaridad magnética. Ella hizo una escueta presentación basada en su nombre, procedencia, formación e inquietudes. Todos los demás tuvieron que seguir su ejemplo. Protocolo obligado de un comienzo de curso. Pasadas tres horas, la tarde terminó con dinámicas de grupo y nada más.

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Si alguien entraba en la vivienda lo primero que encontraba, y a más de uno sobresaltaba, era una ventana abierta de par en par que te asomaba a una habitación mediana y bien repartida; una mesita caoba auxiliar en funciones, libros apilados formando una torre de papel y letras, un armario crujiente al abrirse, una cama pequeña pero cómoda y un escritorio blanco justo debajo de aquella ventana que hacía pensar más en una recepción que en un dormitorio. Apoyado en la mesa, devorando el quinto trozo de pizza y apurando el litro de cerveza, volvió a desconcertarle el recuerdo de aquella nueva compañera. —¡ A qué vienes ahora!— murmuró casi sin abrir los labios. Como la postal de Audrey Hepburn desayunando diamantes que se quedó mirando no le contestaba, parpadeó y continuó con la película que medio ignoraba.

El resto de la casa había que compartirla con una joven que estudiaba bellas artes lejos de su pueblo; dos italianas estudiantes de medicina que gozaban de una beca Erasmus con todo lo que ello suponía, es decir, varios meses de fiestas y borracheras acompañadas de dos meses mal contados de resaca sepultada por libros y apuntes, recluidas en habitaciones y bibliotecas que constituían la antesala de exámenes que purgaban excesos y pecados; una parejita también forastera, ella peluquera, él trabajador multiusos buscando una oportunidad; y un muchacho alto y desgarbado que suplía una vacante en un mostrador del consulado británico. Por consecuencia directa del trabajo y la alegría de sus huéspedes la casa quedaba adornada de ajetreo, luz y vida que dejaba poco margen para el aburrimiento y en ocasiones te hacía anhelar algún que otro momento de paz e intimidad. Ese hormigueo de vida no se adivinaba desde la calle, donde el inmueble mostraba su faz más decadente, resultante de varios años de abandono, luciendo una tez sepia decorada de grietas y manchas que honraban su edad con el orgullo de un anciano que no esconde su arrugas ni su historia. No era extraño llegar cualquier tarde y encontrar salón, cocina y el largo pasillo invadidos de caras conocidas en mayor o menor medida, resonando ecos de risas y charlas en las paredes altas y haciendo que los dos baños se quedaran cortos. Las habitaciones se desparramaban a lo largo del pasillo, perforándolo con ventanas y puertas pintadas de colores que hacían pensar en una calle de casitas dispuestas a lo largo de la acera izquierda, dejando en el margen derecho las ventanas de dos patios interiores, separados por la cocina y despensa, que alimentaban de claridad durante todo el día.

Las noches se dilataban con el ajetreo de las visitas y en ocasiones el insomnio se nutría de largas conversaciones que navegaban entre corrientes filosóficas, artísticas y cotidianas; por lo que las mañanas del muchacho quedaban enterradas debajo del edredón, amaneciendo alrededor del mediodía. Pisando ropa trasnochada, cajas de pizza y retales del capítulo anterior llegó al baño. No tenía valor para mirarse en el espejo, no quiso conocerse. Ducha reparadora de neuronas. Tropezó con el bidé al salir de la bañera, se quejó y maldijo mientras se cepillaba los dientes. —Tengo que comprar pasta de tres colores— pensó. Almorzó café de rigor con un par de rebanadas de pan con aceite y ajo, piedra angular del buen andaluz. Los preparativos para la tarde en clase quedaban para el final, conque no tardó mucho tiempo en ganarse la fama de impuntual.

Al salir de su inmueble se colocó los auriculares de su mp4 y se encaminó a paso ligero por los callejones sinuosos que conformaban, a su parecer, el camino más corto aún no siendo recto. Llegó al aula hecho una sopa por las prisas y el calor que bañaba la ciudad a las tres de la tarde. La mirada de reprobación de la profesora consiguió que no levantase la suya del suelo, dirigiéndose por inercia al pupitre de costumbre al ser de los pocos libres. No pudo evitar mirar de pasada a la muchacha que lo recibía con una sonrisa de bienvenida. Se la devolvió con poco entusiasmo y preparó la mesa con las herramientas necesarias. No le costó coger el ritmo.

Cuando llegó el primer descanso se acercó al grupo que intercambiaba risas y anécdotas, del que ella era miembro. La cosa no derivó más allá de comentarios acerca del hombrecillo que dirigía el centro aderezado con chistes a su costa. Notó que tenerla cerca comenzaba a ponerlo nervioso. De vuelta a la clase retomaron sus posiciones en las trincheras. En mitad de una de las explicaciones que de vez en cuando daban pie a debates más cotidianos, el chico escuchó una voz que le decía —Tienes la manía de poner cosas en vertical—. Miró hacia atrás y allí estaba ella, sentada, apoyada en los antebrazos y sonriéndole mientras arrugaba ligeramente la nariz con un ademán simplemente delicioso. Cuando devolvió la vista a su mesa, contempló que tenía un bolígrafo, un lápiz y la goma rectangular colocados en vertical. Algo turbado, asintió con la cabeza y tartamudeó algo parecido a —Sí, lo hago casi sin darme cuenta—.
Ella le confesó —Siempre  me fijo en las manías de la gente. Me resultan curiosas y pienso que son las pequeñas cosas que nos diferencian—.
Se quedó mirándola por más de diez segundos seguidos. Toda una proeza. —Cuáles son las tuyas— preguntó.
—¡Puf!, ¿por dónde empiezo?— y soltó una pequeña carcajada tan dulce como simpática.

Pasaron algunos días que sumaban semanas cuando, por  mera casualidad, en uno de los trabajos por grupos, quedaron chico y chica uno junto al otro formando equipo con dos compañeros más. En ese tiempo la curiosidad no había hecho más que crecer por parte de nuestro amigo, sin embargo pocas palabras se habían cruzado entre ambos que no fuesen más allá de la simple educación al saludar y algún comentario disperso en conversaciones grupales. Los dos mantenían una extraña distancia que ninguno postulaba adrede pero que sostenían impulsivamente, a lo menos, rota por algún contacto de tanteo. De cualquier modo allí quedaron para su asombro el uno contra el otro, sin remedio. Se acabó la tregua.

Difícil saber quién disparó primero, el hecho fue que una vez iniciado el tiroteo no hubo fuerza en la Tierra que lo detuviese. Comenzaron de forma sutil, a propósito del ejercicio que tenían programado. Esto solo fue la grieta que desploma la presa. El torrente de preguntas y respuestas sobrevino inundando la habitación y ahogando a los demás presentes hasta formar una burbuja dentro de la pecera en la que únicamente respiraba la pareja. A cada inquietud le seguía una réplica hasta el punto de pisarse las palabra. A la hora de la habitual merienda de descanso, la contienda ya no tenía remedio. Ya no eran curiosidades, se agotaron los capítulos menudos, pasaron por alto los demasiado insignificantes, al tiempo de sacar temas nuevos los devoraban sin dejar migajas; se sentían tan cómodos que no se asustaban al lanzar bromas que, para asombro del uno, tenían devuelta con propina por parte del otro. Las miradas de soslayo de quienes los rodeaban, tan asombrados como ellos mismos, se paseaban merodeando las dos sillas que soportaban los retortijones de entusiasmo de dos criaturas que a esas horas ya parecía que hubieran compartido infancia. Al volver ninguno evitó sentarse junto al otro mientras se forzaban a no interrumpir la lección, a excepción de alguna que otra intromisión en el cuaderno vecino. Cuando se terminaban de apurar los minutos de aquella tarde, por un gesto impetuoso que no recordaba haber tenido nunca, sin petición ni permiso, el hasta entonces tímido muchacho anotó su número de móvil en el margen derecho de la libreta de ella, añadiendo con palabras —por si alguna vez estás aburrida—. Procuró aparentar decisión y no investir el gesto de mayor importancia que la natural. Notó un pinchazo en la nuca cuando segundos después ella copió el suyo en su papel. El escalofrío siguiente no podía reflejarlo la noche más fría del ártico. Tras la orden de la profesora recogieron sus cosas. Se cruzaban miradas y sonrisas pero lo extraño es que se quedaron mudos de repente, por arte de magia, como si se les hubiera agotado la munición de palabras.

Ya en la puerta del edificio, el chico disimulaba la euforia que tiritaba en su cuerpo charlando con uno de los compañeros. Se despedía de los otros cuando un jarro de agua fría le anegó el estómago al ver que la muchacha de pelo moreno y rebelde subía de copiloto al coche que hacía guardia en la puerta de la academia. Observó que el conductor era masculino, en ese momento recordó que en la presentación individual acontecida en los primeros días había mencionado que tenía novio, aunque por aquel entonces no le dio mayor importancia. Notó que su rostro se vestía de desilusión para después disfrazarse de sonrisa estúpida por temor a que alguien, incluyéndola a ella, se diese cuenta. Antes de girarse para volver a casa, cazó la última mirada que aquella chica le dedicó antes de desaparecer en el interior del coche.

En el trayecto de vuelta a casa fue arrastrando una piedra de mármol que llevaba gravada la palabra desilusión. No llegaba a entender qué había sucedido aquella tarde. ¿Acaso se hizo alguna esperanza absurda y oculta?  El día anterior aquella personita no era nadie para él y en unas horas se había transformado en su único pensamiento. A cada paso que daba, aquella frustración se fue tornando en disgusto consigo mismo. Denostaba su reacción con su colección favorita de insultos, el que más repitió fue imbécil. No entendía siquiera por qué se decepcionó tanto al ver aquella última postal. Antes de meter la llave en el ojo de la cerradura que habría el portal de su casa llegó a la determinación de no volver a pensar en esa mujer como algo más que una compañera, jurándose a sí mismo no caer en errores parecidos en el futuro. Fue el ultimátum que le facilitó conciliar el sueño al final de la noche. Una vez más se mintió a si mismo.


Jandro Güell.

12 de mayo de 2014

El Harén


En una delgada calle que se articula entre Carretería y la plaza de Los mártires, una fina arteria que se olvida fácilmente cuando se dibuja un plano, en el seno de la Málaga musulmana, encontrarás un lugar para el encuentro. Camina despacito y atento pues es sencillo no verlo. Lo que fue casa de vecinos, casa de putas y también una imprenta, se convirtió en uno de esos pocos espacios que son especiales; cada rincón, cada silla, cada vela fue testigo de más de mil historias; en sus mesas, como agua de té, se han derramado confesiones, mentiras, risas, pasiones, riñas, juegos, caricias, cera y piñones.

Es un orgullo admitir que formé parte de su vida, hay quien dirá que fue por azar aunque prefiero decir que fue por fortuna; si alguien me preguntaba, mi respuesta era que trabajaba allí dentro pero no es del todo cierto, ahora me veo mas bien como un pulmón, un estómago, un hígado o un nervio, me transformaba en un órgano vital cuando me adentraba en sus entrañas con el resto ya que, funcionando juntos, no éramos una máquina sino un solo cuerpo.

El Harén siempre ha sido el mismo edificio pero ha adoptado varias personalidades, no diré que esta última haya sido la mejor, no lo sé, lo que afirmo es que fue una de las más dignas; mezcla del buen hacer de un veterano y la ilusión de un primerizo; tanteando el débil equilibrio de su tradición con el contrapeso de estos últimos años complicados, rellenos de días pobres, de horas pobres; como un guerrero cansado ha trajinado con esta extraña época denostada y raquítica, sabiendo que su real enemigo, como el peor de los cánceres, es interno; ha peleado y ha muerto, pero no llores, que para todo guerrero no hay mayor honor que dejar el mundo con la espada en la mano.

P.D.: A mis compañeros, mas bien amigos. Un placer luchar a vuestro lado. Os quiero.


Alejandro.

14 de enero de 2014

Teorema de aceptación de conclusiones


Todo lo que somos y lo que podemos hacer ocurre en un lapso de tiempo concreto al que llamamos vida; esa horquilla temporal está delimitada por lo que denominamos nacimiento y muerte, por lo que ésta última es parte implícita de la propia vida (omito el nacimiento puesto que, siendo origen, sin él desaparece el concepto “vida”); ergo si la vida es todo y sabemos que acaba, todo lo que acontece es susceptible de terminar en cualquier momento.

Corolario: la conclusión de un acto emprendido no coincide necesariamente con el fin del concepto "vida" y no se puede predeterminar.


Jandro güell.

3 de enero de 2014

A mi madre


Madre es auxilio. Madre es una nana. Madre, nenuco y polvos de talco. Madre, una cocina que respira calor y aroma a pimienta y canela. ¡No hay paella como la de mi madre! Madre educa con el ejemplo. Madre en invierno y en verano. Madre, sábanas de franela. Madre es manos curtidas y dolor en el lumbago. Madre es lucha y también cansancio. Madre, arrugas bonitas. Madre es gritos desde la ventana; azote en el culo; jarabe para la gripe; una hucha para romper mañana. Madre es madrugada, noche velada, despertador para el colegio. Madre, soledad en la cama. Madre no pide nada a cambio. Madre no mira nunca atrás y siempre vive en el pasado. Madre es cumpleaños, reina maga y cumpleaños. Madre, mamá, mujer, madre.


Jandro Güell.

19 de diciembre de 2013

Y no se ve el horizonte


Vivir no es más que mantenerse a flote en un mar. Enorme masa de agua que a ratos está en calma, a veces enfurecida; que desde donde estás parece infinita porque todo es azul y no se ve el horizonte. Nadar, no sumergirse, flotar solamente; pelear con brazos y piernas, avanzando en cualquier dirección o dejándote llevar por la marea. Y aunque casi nunca lo piensas eres plenamente consciente del eterno abismo que te rodea. Chapotear, respirar, aletear, resistir, teniendo la certeza de que tarde o temprano, cuando te agotes o te rindas, acabarás hundiéndote en lo más oscuro y profundo. Notarás en el suave descenso que la materia cambia, que el tiempo desaparece y todo es como más lento, que el cielo ya no es cielo, que ahora es una lámina de cristal prensado de donde cuelgan ribetes de luz, como finos visillos movidos por lo que ya no es viento.

Desapareces sin  dejar evidencia de haber estado, de haber sido. Ni el mas mínimo rastro. Un mar que es muerte y la vida todo lo que haces para no entregarte.


Jandro Güell.

3 de diciembre de 2013

No poesía para no iniciados


Llegué tarde a casa 
y encontré a mi cupido 
en el escalón de mi portal 
borracho perdido. 
No es un cupido convencional, 
en lugar de alas 
porta en la espalda 
dos crestas moradas, 
en los ojos lo que pudieran ser ojeras 
o rímel desteñido de plañidera, 
una chusta entre índice y anular
y entre bota y bota desabrochada 
un charco de pota sin clasificar.

Jandro Güell.

4 de noviembre de 2013

Diez minutos y un beso


En la última hora de su vida el sentenciado a muerte pidió, como último deseo, la visita de una diva de rostro y nombre común en dominicales y marquesinas de bulevares, de belleza para él inigualable. Aunque la exigencia resultara extravagante se reducía a que le concediera diez minutos y un beso. Ante la sorpresa del alguacil, este preguntó –Puedo entender el beso pero,¿por qué diez minutos?- El preso le contestó serenamente y casi susurrando, como hacen las personas que pasan mas tiempo en silencio que conversando, -si en ese tiempo no soy capaz de convencerla y conseguir la segunda petición es que no soy digno de ese beso-.


Jandro Güell.