Llevaba días sin escribir.
Un escritor lo es en todo momento. Inventa, fantasea, imagina, construye y
reflexiona allá donde vaya. Centellean las ideas en la cabeza, fugaces,
intermitentes, algunas repetidas. Aunque soportaba la ebullición febril, no
conseguía dar forma a ninguna como para merecer gastar una hoja de papel. A
deshoras me obligaba a sentarme en la fría silla mordisqueando la cabeza del
lápiz y la propia, sin que sangrara respuesta alguna.
Una mañana cualquiera,
mientras me resistía a la luz que atravesaba la ventana, entretenido con los
paisajes que dibujaban las manchas y grietas del techo, intuí cierto desorden
en el escritorio. Un desorden distinto al habitual. Me arrastró hasta allí la
curiosidad peleando con la desgana. Me quedé parado y boquiabierto al ver un
pliego escrito con el principio de una historia. La leí:
“Desde el olvido”-Rezaba
el título-.
“En la ciudad de los
adultos se escondían niños disfrazados con bigotes de cartulina.” (continuar.)
El enfado fue monumental.
¿Quién demonios se ha atrevido? No me importaba que utilizaran mi escritorio,
ni tampoco que mis compañeros de piso se sintieran seducidos por la escritura;
todo lo contrario, es un halago. No obstante, lo que me aturdía e irritaba es
que lo hubieran dejado allí a propósito, como una burla o algo peor, un desafío
que dejaba patente la incapacidad que sufría en esos días y la demostración de
ingenio de esa persona anónima que me retaba a continuarlo. En un arrebato
guiado por la vanidad, y al no poder preguntar a nadie por aquella insolencia,
escribí al pie del folio: “No sé quién eres ni me importa pero que esto no
vuelva a suceder.”
A la mañana siguiente fui
directo a por el café indispensable en mis desayunos. A la vuelta me senté
enfrentandome al escritorio y a mi frustración. Ordené los cachivaches, libros
y hojas en una nueva forma de caos. Sin caer en la cuenta, estrujé varias hojas
de borradores desestimados. Fue justo al tirarlos a la papelera cuando el
subconsciente me clavó un alfiler en la nuca. Removí la lata repleta de basura
de celulosa hasta desplegar el escrito de la mañana anterior. Y allí estaba.
Después del “continuará” habían escrito: “Sabes quien soy, lo malo es que me
has olvidado.”
El enfado se convirtió en
inquietud. Me encontraba sólo desde la mañana en que leí y desprecié al autor
de esas líneas ya que mis compañeros habían salido temprano aquel día para no
regresar en lo que quedaba de semana. La paranoia fue in crescendo. Después de
dos semanas de no comer bien y dormir a ratos, no me veía capaz de soportar tan
extraño suceso. Pensándolo bien, ni aun siendo el paladín de la vida sana
tendría arrestos para ello. Apuré las reservas de valor que pensaba que no
tenía y escribí con rotundidad, pero delatado por un pulso tembloroso: Me ha
divertido la broma –mentí- pero no es necesario continuar. Si te he olvidado,
perdóname, si me conoces sabrás que soy la definición de despiste. No entiendo
esta relación epistolar que nos traemos. Cuando quieras nos tomamos un café y
hablamos de tu novela.
La treta, de tan simple,
debía ser efectiva. Esa misma noche cerré a cal y canto cada puerta y ventana
de manera que no se colara ni el aire, busqué en el agujero negro del trastero
la vieja cámara de video que me compré años atrás y que a penas había utilizado,
por lo que tenía varias cintas vírgenes, la soterré entre la montaña de ropa
que yacía en una butaca y la dejé grabando desde la media noche. Si alguien
leía lo último que escribí no sospecharía que mi intención era cazar al intruso
que se quejaba de mi olvido.
No había abierto todavía
los ojos cuando ya estaba rebobinando la cinta en la cámara. Avancé el
visionado hasta advertir el menor indicio de actividad en la habitación.
Marcaba las 00:42 cuando se movió una sombra recortada por el aura de luz de las
farolas de la calle a través del ventanal. Una figura masculina, desnuda, se
acercó lentamente hasta la mesa, se sentó en el escritorio con mucha calma y de
seguido se volcó en el papel durante breves segundos. El estómago se me encogió
hasta simular una pasa seca cuando el extraño se puso en pie y se giró hacia
donde se escondía la cámara. Aunque no se veía el rostro noté su mirada fija en
el objetivo. Por último, levantó la mano derecha y dibujó un saludo en el aire
para después cruzar el plano hasta desaparecer.
Con pasos titubeantes me asomé
al escritorio como quien se asoma a un precipicio. En el hueco que quedaba en
blanco se habían clavado las siguientes palabras:
“Soy quien te dicta cuando
escribes. Me has llamado musa, inspiración y otras estupideces, para que
después tu orgullo me enterrara bajo tres metros de olvido y tu otra mitad, la
consciente, se apropiara de mis creaciones. Soy el niño que disfrazaste con un
bigote de cartulina para aparentar ser alguien en un mundo de adultos. Ahora me despido, te quedas solo.”
Jandro Güell.