30 de abril de 2013

La duda imperativa


Dudemos de todo. Dudemos del mundo, dudemos de ti, dudemos de mí. Pero sobretodo, dudemos de nosotros. Pues no se puede dudar de las partes sin sacrificar el conjunto.


Jandro Güell.

A la deriva sin remos


A la deriva sin remos,
la quilla rota,
velas a sotavento,
nao silenciosa,
timón manco
para un marinero tuerto.


Orilla sin huellas,
arrecife rendido,
arena pulida,
vegetación trenzada,
acantilado mudo
con un faro muerto.

Barca de carcoma
¡a faenar con el viento!
Se despide de su playa
atraída por el mar,
eterno compañero.

Mira hacia atrás
y en su canto repite
¡de esta no vuelvo!
Se despide de su playa,
y en la playa, su puerto.


Jandro Güell.

9 de abril de 2013

Bigotes de cartulina


Llevaba días sin escribir. Un escritor lo es en todo momento. Inventa, fantasea, imagina, construye y reflexiona allá donde vaya. Centellean las ideas en la cabeza, fugaces, intermitentes, algunas repetidas. Aunque soportaba la ebullición febril, no conseguía dar forma a ninguna como para merecer gastar una hoja de papel. A deshoras me obligaba a sentarme en la fría silla mordisqueando la cabeza del lápiz y la propia, sin que sangrara respuesta alguna.

Una mañana cualquiera, mientras me resistía a la luz que atravesaba la ventana, entretenido con los paisajes que dibujaban las manchas y grietas del techo, intuí cierto desorden en el escritorio. Un desorden distinto al habitual. Me arrastró hasta allí la curiosidad peleando con la desgana. Me quedé parado y boquiabierto al ver un pliego escrito con el principio de una historia. La leí:

“Desde el olvido”-Rezaba el título-.

“En la ciudad de los adultos se escondían niños disfrazados con bigotes de cartulina.”   (continuar.)

El enfado fue monumental. ¿Quién demonios se ha atrevido? No me importaba que utilizaran mi escritorio, ni tampoco que mis compañeros de piso se sintieran seducidos por la escritura; todo lo contrario, es un halago. No obstante, lo que me aturdía e irritaba es que lo hubieran dejado allí a propósito, como una burla o algo peor, un desafío que dejaba patente la incapacidad que sufría en esos días y la demostración de ingenio de esa persona anónima que me retaba a continuarlo. En un arrebato guiado por la vanidad, y al no poder preguntar a nadie por aquella insolencia, escribí al pie del folio: “No sé quién eres ni me importa pero que esto no vuelva a suceder.”

A la mañana siguiente fui directo a por el café indispensable en mis desayunos. A la vuelta me senté enfrentandome al escritorio y a mi frustración. Ordené los cachivaches, libros y hojas en una nueva forma de caos. Sin caer en la cuenta, estrujé varias hojas de borradores desestimados. Fue justo al tirarlos a la papelera cuando el subconsciente me clavó un alfiler en la nuca. Removí la lata repleta de basura de celulosa hasta desplegar el escrito de la mañana anterior. Y allí estaba. Después del “continuará” habían escrito: “Sabes quien soy, lo malo es que me has olvidado.”

El enfado se convirtió en inquietud. Me encontraba sólo desde la mañana en que leí y desprecié al autor de esas líneas ya que mis compañeros habían salido temprano aquel día para no regresar en lo que quedaba de semana. La paranoia fue in crescendo. Después de dos semanas de no comer bien y dormir a ratos, no me veía capaz de soportar tan extraño suceso. Pensándolo bien, ni aun siendo el paladín de la vida sana tendría arrestos para ello. Apuré las reservas de valor que pensaba que no tenía y escribí con rotundidad, pero delatado por un pulso tembloroso: Me ha divertido la broma –mentí- pero no es necesario continuar. Si te he olvidado, perdóname, si me conoces sabrás que soy la definición de despiste. No entiendo esta relación epistolar que nos traemos. Cuando quieras nos tomamos un café y hablamos de tu novela.

La treta, de tan simple, debía ser efectiva. Esa misma noche cerré a cal y canto cada puerta y ventana de manera que no se colara ni el aire, busqué en el agujero negro del trastero la vieja cámara de video que me compré años atrás y que a penas había utilizado, por lo que tenía varias cintas vírgenes, la soterré entre la montaña de ropa que yacía en una butaca y la dejé grabando desde la media noche. Si alguien leía lo último que escribí no sospecharía que mi intención era cazar al intruso que se quejaba de mi olvido.

No había abierto todavía los ojos cuando ya estaba rebobinando la cinta en la cámara. Avancé el visionado hasta advertir el menor indicio de actividad en la habitación. Marcaba las 00:42 cuando se movió una sombra recortada por el aura de luz de las farolas de la calle a través del ventanal. Una figura masculina, desnuda, se acercó lentamente hasta la mesa, se sentó en el escritorio con mucha calma y de seguido se volcó en el papel durante breves segundos. El estómago se me encogió hasta simular una pasa seca cuando el extraño se puso en pie y se giró hacia donde se escondía la cámara. Aunque no se veía el rostro noté su mirada fija en el objetivo. Por último, levantó la mano derecha y dibujó un saludo en el aire para después cruzar el plano hasta desaparecer.

Con pasos titubeantes me asomé al escritorio como quien se asoma a un precipicio. En el hueco que quedaba en blanco se habían clavado las siguientes palabras:

“Soy quien te dicta cuando escribes. Me has llamado musa, inspiración y otras estupideces, para que después tu orgullo me enterrara bajo tres metros de olvido y tu otra mitad, la consciente, se apropiara de mis creaciones. Soy el niño que disfrazaste con un bigote de cartulina para aparentar ser alguien en un mundo de adultos. Ahora me despido, te quedas solo.”


Jandro Güell.

5 de abril de 2013

El hijo de la peluquera


Soy el hijo de una mujer pequeñita y enorme a la vez. Si tuviera que definirla por su oficio exclamaría rotundamente “Luchadora”. De todos los trabajos que ha tenido solo le conocí uno que viví de cerca.

Mi infancia la desarrollé entre rulos, tijeras, revistas de peinados y cotilleos, peines y redecillas. Desde que recuerdo, pasaba casi todo el día en una peluquería que regentaba una tía suya y donde mi madre trabajaba desde los once años. Me distraía siendo el juguete de señoras de mediana edad, todas vecinas del barrio, que esperaban su lavado, corte, permanente o tinte de la semana. Cuando me cansaba de su compañía acudía a un cajón lleno de rulos rosas indispensables para los rizos de las señoras, los seleccionaba en función del grosor de mis dedos y los acomodaba en la punta de estos hasta decorar las manos con largas uñas postizas con las que asustar a las cansinas. A veces se disparaba mi imaginación cuando metía la cabeza en unas enormes caperuzas en forma de semihuevo, con la mitad inferior de metacrilato transparente que se articulaban por la parte delantera a modo de visera para poder introducir la cabeza sin necesidad de agacharse demasiado. Eran los secadores de pelo de pie profesionales. Para mi, sin embargo, se transformaban en cascos de astronauta o escafandras de buzo, según las ganas del día me empujaban a explorar el espacio o las profundidades. Dos universos muy distintos que siempre me parecieron similares por esa atmósfera y ausencia de gravedad que comparten.

Cuando introducía la cabeza en uno de ellos el aire y el sonido cambiaban, y ello me producía la sensación de encontrarme en otra dimensión. Las imágenes del exterior se deformaban por la lente plástica de la visera, las voces y sonidos quedaban ensordecidos por el caparazón como cuando oyes hablar a través de una pared, y mi respiración y susurros se encapsulaban en un eco mágico que me aislaba de la realidad. Permanecía allí simulando que viajaba y contemplando el exterior, absorto y asombrado, como quien contempla por primera vez la Tierra desde un trasbordador, o un abismo desde la escotilla de un submarino. Estoy seguro de que incluso conseguía desaparecer del mundo por breves segundos.

El local estaba inundado de un olor peculiar, un revoltijo de amoniaco, perfume, laca y polvos de talco. Como si se tratase de ingredientes de una antigua botica, encontrabas gran cantidad de botes, paletas, peines y pinzas; algunos de los botes, junto con grandes tubitos de aluminio similares a los de pasta de dientes, se mezclaban manualmente en un cuenco, en proporciones medidas a ojo de buen artesano. La mezcla se administraba con delicadeza en el cabello de aquellas orondas gallinas que no dejaban de cacarear. Gajes del oficio. Yo me quedaba mirando aquellos mejunjes como si fuesen pócimas elaboradas en un aquelarre de medio día.

Si necesitaba intimidad, cogía uno de los baberos con cierre de velcro, utilizados en los cortes de pelo; me lo colocaba cual capa de súper héroe y me escondía en la trastienda. Sólo tenía que cruzar una puerta que nunca se cerraba para entrar en esa habitación sombría, repleta de trastos y máquinas rotas. En la penumbra me rodeaban como lápidas desordenadas en un cementerio de metal. Me asustaba y atraía a partes iguales.

Cuando crecí y comenzaron las obligaciones del colegio, y tenía edad para poder estar en la calle sin preocupar a nadie, pasaba por la peluquería con menor frecuencia, pero seguía pasando. Pegaba en la lámina de cristal incrustado en la puerta de la entrada y al abrirse encontraba a mi madre de pie, tras la butaca de cuero adornada con las cabezas reclinadas de las clientas, con un peine en una mano y unas tijeras en la otra, reflejando su sonrisa en el enorme espejo de la pared.




Jandro Güell.