Soy el hijo de una mujer
pequeñita y enorme a la vez. Si tuviera que definirla por su oficio exclamaría
rotundamente “Luchadora”. De todos los trabajos que ha tenido solo le conocí
uno que viví de cerca.
Mi infancia la desarrollé
entre rulos, tijeras, revistas de peinados y cotilleos, peines y redecillas.
Desde que recuerdo, pasaba casi todo el día en una peluquería que regentaba una
tía suya y donde mi madre trabajaba desde los once años. Me distraía siendo el juguete
de señoras de mediana edad, todas vecinas del barrio, que esperaban su lavado,
corte, permanente o tinte de la semana. Cuando me cansaba de su compañía acudía
a un cajón lleno de rulos rosas indispensables para los rizos de las señoras,
los seleccionaba en función del grosor de mis dedos y los acomodaba en la punta
de estos hasta decorar las manos con largas uñas postizas con las que asustar a
las cansinas. A veces se disparaba mi imaginación cuando metía la cabeza en
unas enormes caperuzas en forma de semihuevo, con la mitad inferior de
metacrilato transparente que se articulaban por la parte delantera a modo de
visera para poder introducir la cabeza sin necesidad de agacharse demasiado.
Eran los secadores de pelo de pie profesionales. Para mi, sin embargo, se
transformaban en cascos de astronauta o escafandras de buzo, según las ganas
del día me empujaban a explorar el espacio o las profundidades. Dos universos
muy distintos que siempre me parecieron similares por esa atmósfera y ausencia
de gravedad que comparten.
Cuando introducía la
cabeza en uno de ellos el aire y el sonido cambiaban, y ello me producía la
sensación de encontrarme en otra dimensión. Las imágenes del exterior se
deformaban por la lente plástica de la visera, las voces y sonidos quedaban
ensordecidos por el caparazón como cuando oyes hablar a través de una pared, y
mi respiración y susurros se encapsulaban en un eco mágico que me aislaba de la
realidad. Permanecía allí simulando que viajaba y contemplando el exterior,
absorto y asombrado, como quien contempla por primera vez la Tierra desde un
trasbordador, o un abismo desde la escotilla de un submarino. Estoy seguro de
que incluso conseguía desaparecer del mundo por breves segundos.
El local estaba inundado
de un olor peculiar, un revoltijo de amoniaco, perfume, laca y polvos de talco. Como si se tratase de ingredientes de una antigua botica, encontrabas gran cantidad de botes, paletas, peines y
pinzas; algunos de los botes, junto con grandes tubitos de aluminio similares a
los de pasta de dientes, se mezclaban manualmente en un cuenco, en proporciones
medidas a ojo de buen artesano. La mezcla se administraba con delicadeza en el
cabello de aquellas orondas gallinas que no dejaban de cacarear. Gajes del
oficio. Yo me quedaba mirando aquellos mejunjes como si fuesen pócimas
elaboradas en un aquelarre de medio día.
Si necesitaba intimidad,
cogía uno de los baberos con cierre de velcro, utilizados en los cortes de
pelo; me lo colocaba cual capa de súper héroe y me escondía en la trastienda. Sólo
tenía que cruzar una puerta que nunca se cerraba para entrar en esa habitación
sombría, repleta de trastos y máquinas rotas. En la penumbra me rodeaban como lápidas
desordenadas en un cementerio de metal. Me asustaba y atraía a partes iguales.
Cuando crecí y comenzaron
las obligaciones del colegio, y tenía edad para poder estar en la calle sin
preocupar a nadie, pasaba por la peluquería con menor frecuencia, pero seguía
pasando. Pegaba en la lámina de cristal incrustado en la puerta de la entrada y
al abrirse encontraba a mi madre de pie, tras la butaca de cuero adornada con las cabezas reclinadas de las
clientas, con un peine en una mano y unas tijeras en la otra, reflejando su
sonrisa en el enorme espejo de la pared.
Jandro Güell.
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