18 de mayo de 2012

Arañando el parquet



Somos creadores de Arte. Considero esta capacidad una de las más importantes del ser Humano y que nos salva de ser… otra cosa. Hay quien dice que es la prueba evidente de la existencia de nuestra propia alma; lo que me hace pensar, en esta línea, que las personas a las que se les ha negado el don de crear o apreciar el arte, en cualquiera de sus formas, se les podría tachar de Desalmados, o mejor dicho “Inalmados”, ya que el primer término implica haberla tenido en algún momento. Tampoco me importa porque no lo comparto.

En todo caso, lo que me ha arrojado en esta hora al teclado ha sido una idea que germinó en mi cabeza a raíz de una película. Concretamente, la secuencia hacía que el espectador se convirtiera, por un momento, en espía de lujo de unos pies enfundados en negros zapatos de negro tacón, con los que una mujer dibujaba, en el parquet de una habitación casi vacía, un baile que, de tan íntimo, ejercía sola.

El baile, una de las expresiones artísticas que más me conmueven. Y concretamente los que se practican en pareja. Es una conversación. Y sin duda, de éstos, el que ahora me coloca las manos en los ojos, susurrándome al oído “¿Quién soy?”, se ha delatado, pues huele a mate y a rosa sin espinas sujetada por una boca bermellón. El tango.

Movimientos que son latigazos de carácter, ramalazos de vida; que es tierno y agresivo; que hacen a la mujer femenina y al hombre varón. La antigua batalla convertida en dialéctica, eterna guerra entre los géneros con el amor de frontera y el fondo pintado de pasión oscura. Una historia contada en pocos minutos. Movimientos plásticos, en ocasiones acrobáticos. Brazos que se sujetan, piernas que se enredan, caderas que se retuercen, cabezas que se giran, te giran; y todo realizado al unísono de forma acompasada, transformando la música en gesto, la violencia en cadencia.

Creo que sería incapaz de bailarlo. No pienso que se limite al aprendizaje de una coreografía seca de sentimiento. Hay que ponerle Alma. Y la mía me mira desde la puerta mientras dibuja con la mano en el aire una despedida.


Jandro Güell.

9 de mayo de 2012

A mi Hogar


Es curioso, la percepción de las cosas que son necesarias cambia en función del momento de tu vida en el que te encuentres. Creo que me comprendes, pero si me dedicas unos minutos me gustaría explicártelo mejor. Mmm, ¿Cómo hacerlo? Espera, con un ejemplo. Verás:

Viajo en autobús urbano, sentado en asiento individual para no compartir el paisaje, enmudecido por la música de aquella película que me prestaste, esa que recuerdo como nuestro primer vínculo, y que ahora suena en mis auriculares. Cierro los ojos. El piano que tiembla en mi oído hace surgir ante mí una estación de color sepia, un tren de aquellos de vapor, una figura masculina borrosa, desenfocada, como los recuerdos, descolgada de uno de los vagones, que observa inmóvil la estampa de una mujer que se despide en silencio mientras sus ojos gritan, suplicando que no se vaya, o que si lo hace, la lleve con él. Justo después, el instrumento de cuerda dibuja una ventana turbia por el vaho. Al otro lado la mujer corre por el andén intentando tocar con su mano lo único que está ya a su alcance, el hombre le devuelve el gesto para compensar lo que no hizo cuando la tuvo delante. Las palmas se tocan, el cristal frío de la ventana los separa, pero se tocan. ¿Te acuerdas? Abro los ojos. Me faltan tres paradas, algunas horas de sueño y saldo en el móvil. Vuelvo a cerrarlos y apareces Tú.

Ando por la calle, en mi mano derecha una bolsa con algo de comida, un bote de champú y papel higiénico; en la izquierda Tú. Me paro en un escaparate pequeño. Es una librería. Cuatro hileras de libros; la primera de portadas sobrias, supongo que es el apartado divulgativo, las dos del medio son narrativa alternada con algún ensayo, la última ilustraciones. Entre hoja y hoja apareces Tú. Saltas de balda a balda y me comentas diseños y argumento; tus gustos y críticas. Me enseñas a mirar.

Habitación con tres maletas, dos cajones en la mesita y una taza de café en el suelo que parecen marcarme una cuenta atrás, la que descuenta los minutos que me llevan de la mano hasta la orilla de tu cama. Ese destino que anhela este naufrago que perdió pié cuando la mar estaba más serena. Ahora me ahogaría en tus sabanas abrazado al lastre de tus piernas.

¡Eh! No dije que te lo pondría fácil. Ya te habrás dado cuenta, pero sigo.

Últimamente tengo pocas cosas conmigo. Esto se debe a que, en un momento no muy lejano de mi vida, me acostumbré a tener lo necesario; y, hace tiempo, lo necesario se redujo a lo máximo que puedo cargar cada vez que tengo que cambiar de vida, espacio, casa. Sí, digo casa, puesto que no permanezco el tiempo suficiente en ningún lugar para convertirlo en mi hogar. Sin embargo, una mañana me sentí un necio cuando me asomé al espejo. Ese día descubrí que nada de lo que poseo es realmente valioso. Nada de lo que me rodea me define. Comprendí que me equivocaba, y fue al abrir los ojos esa mañana y verte dormir a la vera mía. No describiré cómo era tu cara, cómo entraba la luz por la ventana o a qué olía la almohada. Nada de eso. Pero lo que sentí no se asemeja a otra emoción conocida.

Me di cuenta de que no se trata de dónde esté ni lo que tenga, supe que cuando el poeta nombra el Hogar no habla de edificios ni de tierra, habla de ti. ¿Cómo iba a imaginar que mi Hogar sería una muchacha de camiseta a rayas y falda con bolsillos, pelo rebelde, sonrisa perenne y en los brazos “corgameles”?. Llegada de la tierra bautizada con tres nombres, ciudad tan antigua como el hombre, donde hasta los amantes no entienden de razas ni atienden a razones, y con su amor se adueñaron del paisaje. La mujer que me hace a mí ser hombre y cuyo vientre, que será fruto de vida, deseo que sea mi lecho de muerte.


Tuve que andar mucho para diferenciar lo necesario. Ahora no me da miedo donde acabe, sólo necesito que Tú estés cerca.


Jandro Güell.