9 de mayo de 2012

A mi Hogar


Es curioso, la percepción de las cosas que son necesarias cambia en función del momento de tu vida en el que te encuentres. Creo que me comprendes, pero si me dedicas unos minutos me gustaría explicártelo mejor. Mmm, ¿Cómo hacerlo? Espera, con un ejemplo. Verás:

Viajo en autobús urbano, sentado en asiento individual para no compartir el paisaje, enmudecido por la música de aquella película que me prestaste, esa que recuerdo como nuestro primer vínculo, y que ahora suena en mis auriculares. Cierro los ojos. El piano que tiembla en mi oído hace surgir ante mí una estación de color sepia, un tren de aquellos de vapor, una figura masculina borrosa, desenfocada, como los recuerdos, descolgada de uno de los vagones, que observa inmóvil la estampa de una mujer que se despide en silencio mientras sus ojos gritan, suplicando que no se vaya, o que si lo hace, la lleve con él. Justo después, el instrumento de cuerda dibuja una ventana turbia por el vaho. Al otro lado la mujer corre por el andén intentando tocar con su mano lo único que está ya a su alcance, el hombre le devuelve el gesto para compensar lo que no hizo cuando la tuvo delante. Las palmas se tocan, el cristal frío de la ventana los separa, pero se tocan. ¿Te acuerdas? Abro los ojos. Me faltan tres paradas, algunas horas de sueño y saldo en el móvil. Vuelvo a cerrarlos y apareces Tú.

Ando por la calle, en mi mano derecha una bolsa con algo de comida, un bote de champú y papel higiénico; en la izquierda Tú. Me paro en un escaparate pequeño. Es una librería. Cuatro hileras de libros; la primera de portadas sobrias, supongo que es el apartado divulgativo, las dos del medio son narrativa alternada con algún ensayo, la última ilustraciones. Entre hoja y hoja apareces Tú. Saltas de balda a balda y me comentas diseños y argumento; tus gustos y críticas. Me enseñas a mirar.

Habitación con tres maletas, dos cajones en la mesita y una taza de café en el suelo que parecen marcarme una cuenta atrás, la que descuenta los minutos que me llevan de la mano hasta la orilla de tu cama. Ese destino que anhela este naufrago que perdió pié cuando la mar estaba más serena. Ahora me ahogaría en tus sabanas abrazado al lastre de tus piernas.

¡Eh! No dije que te lo pondría fácil. Ya te habrás dado cuenta, pero sigo.

Últimamente tengo pocas cosas conmigo. Esto se debe a que, en un momento no muy lejano de mi vida, me acostumbré a tener lo necesario; y, hace tiempo, lo necesario se redujo a lo máximo que puedo cargar cada vez que tengo que cambiar de vida, espacio, casa. Sí, digo casa, puesto que no permanezco el tiempo suficiente en ningún lugar para convertirlo en mi hogar. Sin embargo, una mañana me sentí un necio cuando me asomé al espejo. Ese día descubrí que nada de lo que poseo es realmente valioso. Nada de lo que me rodea me define. Comprendí que me equivocaba, y fue al abrir los ojos esa mañana y verte dormir a la vera mía. No describiré cómo era tu cara, cómo entraba la luz por la ventana o a qué olía la almohada. Nada de eso. Pero lo que sentí no se asemeja a otra emoción conocida.

Me di cuenta de que no se trata de dónde esté ni lo que tenga, supe que cuando el poeta nombra el Hogar no habla de edificios ni de tierra, habla de ti. ¿Cómo iba a imaginar que mi Hogar sería una muchacha de camiseta a rayas y falda con bolsillos, pelo rebelde, sonrisa perenne y en los brazos “corgameles”?. Llegada de la tierra bautizada con tres nombres, ciudad tan antigua como el hombre, donde hasta los amantes no entienden de razas ni atienden a razones, y con su amor se adueñaron del paisaje. La mujer que me hace a mí ser hombre y cuyo vientre, que será fruto de vida, deseo que sea mi lecho de muerte.


Tuve que andar mucho para diferenciar lo necesario. Ahora no me da miedo donde acabe, sólo necesito que Tú estés cerca.


Jandro Güell.

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