Es curioso, la percepción
de las cosas que son necesarias cambia en función del momento de tu vida en el
que te encuentres. Creo que me comprendes, pero si me dedicas unos minutos me
gustaría explicártelo mejor. Mmm, ¿Cómo hacerlo? Espera, con un ejemplo. Verás:
Viajo en autobús urbano,
sentado en asiento individual para no compartir el paisaje, enmudecido por la
música de aquella película que me prestaste, esa que recuerdo como nuestro
primer vínculo, y que ahora suena en mis auriculares. Cierro los ojos. El piano
que tiembla en mi oído hace surgir ante mí una estación de color sepia, un tren
de aquellos de vapor, una figura masculina borrosa, desenfocada, como los
recuerdos, descolgada de uno de los vagones, que observa inmóvil la estampa de
una mujer que se despide en silencio mientras sus ojos gritan, suplicando que
no se vaya, o que si lo hace, la lleve con él. Justo después, el instrumento de
cuerda dibuja una ventana turbia por el vaho. Al otro lado la mujer corre por
el andén intentando tocar con su mano lo único que está ya a su alcance, el
hombre le devuelve el gesto para compensar lo que no hizo cuando la tuvo
delante. Las palmas se tocan, el cristal frío de la ventana los separa, pero se
tocan. ¿Te acuerdas? Abro los ojos. Me faltan tres paradas, algunas horas de
sueño y saldo en el móvil. Vuelvo a cerrarlos y apareces Tú.
Ando por la calle, en mi
mano derecha una bolsa con algo de comida, un bote de champú y papel higiénico;
en la izquierda Tú. Me paro en un escaparate pequeño. Es una librería. Cuatro
hileras de libros; la primera de portadas sobrias, supongo que es el apartado
divulgativo, las dos del medio son narrativa alternada con algún ensayo, la
última ilustraciones. Entre hoja y hoja apareces Tú. Saltas de balda a balda y
me comentas diseños y argumento; tus gustos y críticas. Me enseñas a mirar.
Habitación con tres
maletas, dos cajones en la mesita y una taza de café en el suelo que parecen
marcarme una cuenta atrás, la que descuenta los minutos que me llevan de la
mano hasta la orilla de tu cama. Ese destino que anhela este naufrago que
perdió pié cuando la mar estaba más serena. Ahora me ahogaría en tus sabanas
abrazado al lastre de tus piernas.
¡Eh! No dije que te lo
pondría fácil. Ya te habrás dado cuenta, pero sigo.
Últimamente tengo pocas
cosas conmigo. Esto se debe a que, en un momento no muy lejano de mi vida, me
acostumbré a tener lo necesario; y, hace tiempo, lo necesario se redujo a lo máximo
que puedo cargar cada vez que tengo que cambiar de vida, espacio, casa. Sí,
digo casa, puesto que no permanezco el tiempo suficiente en ningún lugar para
convertirlo en mi hogar. Sin embargo, una mañana me sentí un necio cuando me
asomé al espejo. Ese día descubrí que nada de lo que poseo es realmente
valioso. Nada de lo que me rodea me define. Comprendí que me equivocaba, y fue
al abrir los ojos esa mañana y verte dormir a la vera mía. No describiré cómo
era tu cara, cómo entraba la luz por la ventana o a qué olía la almohada. Nada
de eso. Pero lo que sentí no se asemeja a otra emoción conocida.
Me di cuenta de que no se
trata de dónde esté ni lo que tenga, supe que cuando el poeta nombra el Hogar
no habla de edificios ni de tierra, habla de ti. ¿Cómo iba a imaginar que mi
Hogar sería una muchacha de camiseta a rayas y falda con bolsillos, pelo
rebelde, sonrisa perenne y en los brazos “corgameles”?. Llegada de la tierra
bautizada con tres nombres, ciudad tan antigua como el hombre, donde hasta los
amantes no entienden de razas ni atienden a razones, y con su amor se adueñaron
del paisaje. La mujer que me hace a mí ser hombre y cuyo vientre, que será
fruto de vida, deseo que sea mi lecho de muerte.
Tuve que andar mucho para
diferenciar lo necesario. Ahora no me da miedo donde acabe, sólo necesito que
Tú estés cerca.
Jandro Güell.
No hay comentarios:
Publicar un comentario