A metro y medio de la cama, el postigo deja pasar el aire. Me entretengo mirando el respirar de la ventana;
el visillo parece un pulmón, los sonidos de fuera la respiración y la luz que
se cuela por las tablillas del postigo dibujan branquias en las paredes que
ahora se me antojan como la piel de un reptil, más por el gotéele mohoso que
por el color. Una gran pitón albina que me rodea y se estrecha procurando
asfixiarme con su anillo desconchado. Será que está mudando su envoltorio
caduco.
Vuelvo a la ventana. Un
pajarillo que se posó en el alféizar le robó la atención a mi imaginación.
Pienso en la razón que lo trajo a la frontera que separa mi realidad de la de
los demás. No puedo encontrar ninguna. Le odio y le envidio. Le odio porque le
envidio. Sin embargo eligió esta ventana de entre todas las de la ciudad, de
las de este edificio; quizá por azar, puede que buscando algo, buscando
devolverme la felicidad que dejé enterrada en su almohada aquella mañana, o tal
vez, atraído por la sombra de los tres árboles que decoran los bidones de
basura de este trozo de civilización. Antes de decidirme descubro que se ha
marchado. Tarde o temprano todos se marchan, sólo permanezco yo, frustrado en
la butaca de la indolencia. Todo lo demás gira a mi alrededor, formando el
anillo de una serpiente blanca de hormigón que ha resuelto, al fin, darme un
día más.
Jandro Güell.