Por la acera bañada en
sombra, las manos en los bolsillos, la cabeza baja, la sonrisa alta. Arrastraba
un paseo lento bajo los balcones del casco antiguo. La ciudad se le descubría a
cada paso, ya que era forastero por motivos de trabajo.
Las semanas que llenaron
los dos primeros meses pasaron rápidamente hasta perder el nombre, como las
páginas de un libro que se sueltan del pulgar, cuando tomas con la mano un
pellizco de varios capítulos y lo liberas creando un abanico que ventila el
aroma inconfundible de la letra impresa y ese crujir de láminas de papel. Así
se sucedieron esos primeros días, empapados en trabajo, quebrados sólo con unos
pocos viajes de regreso a su pueblo natal, que no hacían otra cosa que
alimentar el cansancio al volver para retomar las tareas. Por esa razón decidió
que en nada se beneficiaba de tanto ir y venir. Permanecería extraviado en esa
ciudadela que no le conocía. Un huésped anónimo.
Los días de descanso le
invitaban a disolverse por sus calles. No había nada que hacer, nadie con quien
quedar; y eso le investía de una libertad que debía saber administrar para no
sucumbir a la desidia. Podía reinventarse de mil formas, crear pasados y
procedencias. Sin embargo no lo hizo. La carencia de prejuicio en la mirada de
los desconocidos desplomó aquel alter ego edificado con dimes y diretes. Nunca
se había sentido más él mismo.
Jandro Güell.