Le llevo la contraria a
Hitchcock. Y es que cuando paseo por la calle me detengo en las ventanas y soy
yo el indiscreto.
La mirada a pie de calle,
protegido por el anonimato de ser uno entre tantos, y aún así disimulo para que
no se me descubra curioso. La intención no es fisgar en lo ajeno, es imaginar
sus interiores. Sólo llego a ver techos y paredes, desventajas de un mirón a
contrapicado, pero con eso me alcanza.
Observo la decoración, qué
macetas custodian la frontera de lo íntimo, el uso de los colores, el tono e
intensidad de la iluminación mancillado por los destellos de televisores, y
poco más. Suficiente, el resto lo invento. En ocasiones me regalan algunas
situaciones. El ajetreo de sus habitantes reducidos a cabezas, marionetas de
sombras chinas que aparecen y desaparecen. Es cuando me avergüenzo y recupero
el decoro temiendo ser advertido. Miro al suelo y mi cuello me lo agradece.
Ahora lo que veo es un zapato izquierdo y luego uno derecho; uno izquierdo y
uno... ¡Anda, mira! Otra ventana.
Jandro Güell.
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