Y como no sabía claramente
a dónde van las personas cuando mueren, inventé un cielo para ella. Me la
imaginaba al acostarme en una casita blanca con el tejado celeste, en un prado
verde interminable, a la sombra de un único árbol de tronco robusto y firme,
gran copa y hojas perennes. Junto al árbol un estanque de ranas cantoras y
juncos bailones. La casita tenía un porche. En el porche una mecedora. En la
mecedora la veía; en sus manos un libro, ese con el que me dormía al leerme. No necesito cementerios. Así, cuando te necesito, ya sé donde encontrarte.
Jandro Güell.
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